Repúblicas conservadoras y monarquías liberales. Entre blancos y negros en una política sin matices
- Rebeca Viñuela Pérez
- 23 jun 2021
- 6 Min. de lectura
Una no puede dejar de preguntarse qué pasaría si asistiera en España a una de esas manifestaciones convocadas por la derecha con una bandera republicana. Como, por ejemplo, la última organizada en la Plaza de Colón el pasado 13 de junio por la plataforma Unión 78 en contra de la concesión de los indultos a los condenados catalanes por el caso del referéndum del 1 de octubre del 2017, por parte del gobierno socialista de Pedro Sánchez. Seguramente las cejas alzadas serían la menor de las preocupaciones, porque en un país donde el significado de los conceptos se ha devaluado hasta casi parecer cosa de broma, la mayoría de la ciudadanía no parece ser capaz de comprender que uno puede ser republicano y de derechas. Que alguien puede tener valores afines a las corrientes más conservadoras, y aún así optar por otro modelo político diferente al de las monarquías, sean estas parlamentarias o no.
Mucho se está hablando de cómo las últimas elecciones de la Comunidad de Madrid pusieron en evidencia la degradación de los términos de “fascista” y “comunista” desde los debates de la política. Parecía que cualquier persona que tendiese, incluso moderadamente, a la derecha, se convertía directamente para las izquierdas en un “facha”, enemigo natural de las libertades y bondades de las democracias actuales. Por otro lado, la izquierda pareció englobarse desde el discurso de las derechas como un sinónimo de comunismo en su expresión estalinista y cuya emergencia fue presentada por los conservadores como el fin de la capacidad ciudadana para elegir cosas tan variadas como la educación de sus hijos y el poder salir un sábado a las once de la noche a tomarse un par de copas en plena pandemia de COVID-19.
Pero, ¿Es necesariamente así? ¿Implica la bandera republicana un trasfondo irremediablemente progresista? ¿Defendería cualquier persona de tendencias conservadoras un régimen fascista contrario, como se sabe, a la democracia actual? ¿Es alguien que defiende, por ejemplo, la igualdad de género o los derechos de las comunidades LGBTI un comunista? La respuesta parece obvia para cualquier persona que se detenga a pensarlo durante más de dos segundos y medio: no. Si esto es así, entonces ¿qué es lo que ha sucedido para que se llegue a esta situación de blancos y negros? Donde los matices parecen brillar, además, por su ausencia.
Pues pasa, en gran medida, que los medios de difusión, ya sean oficiales o no, nos han bombardeado con estos conceptos vacíos de todo contenido. Eslóganes útiles para ganar unas elecciones pero que ideológicamente no son coherentes. Si nos centramos en el primer ejemplo, se podría argumentar en un sentido internacionalista. ¿Son todas las repúblicas del mundo sistemas conservadores? Es evidente que no. La selección de un régimen republicano da cabida, en el seno de su actividad política, tanto a partidos de derecha como de izquierda (vamos a obviar, al menos por ahora, al supuesto centro, algo cuya existencia está aún, al menos en mi opinión, por demostrarse). No debemos ir muy lejos para encontrar ejemplos de ello. En nuestra vecina Francia, dos de los partidos principales se definen ideológicamente en sentidos bastante dispares:
Por un lado, La República En Marcha (LREM), defensora del socio-liberalismo y del progresismo, y liderada actualmente por Emmanuel Macron. En el otro extremo, Los Republicanos (LR), partido liberal conservador, con definiciones adscritas a la democracia cristiana (a cuya cabeza se encuentra François Fillon, quien ejerció entre 2007 y 2012 como primer ministro de Francia). Ambas corrientes políticas tienden a tendencias moderadas, si bien divergentes, que tienen como articulación ideológica proyectos nacionales que parten, siempre, de sistemas republicanos.
Aquí muchos dirán que cada país es un mundo, y, a pesar de poder estar más o menos de acuerdo, podríamos matizar aun más y centrarnos en el caso español y en su tendencia discursiva de asociar el republicanismo únicamente a la izquierda, quedando las corrientes monárquicas reservadas a todos aquellos de predisposiciones conservadoras. Muchos dirían que es un mal heredado de la Guerra Civil. De las divisiones entre bandos y de la propaganda franquista en contra de aquellos que habían sido derrotados en el conflicto armado. El asunto, no obstante, viene desde más lejos. Porque uno debe comprender también que el enfrentamiento político que derivó en la guerra ancla sus raíces en un largo siglo XIX donde las diferentes versiones conservadoras y progresistas no encontraron el modo de generar espacios amplios de debate y consenso en una política fracturada e inestable. Las Guerras Carlistas son un buen recordatorio de ello.
La ampliamente difundida visión del liberalismo español del siglo XIX como una corriente progresista enfrentada, inevitablemente, a un grupo homogéneo de conservadores afines al régimen monárquico no tiene cabida, en realidad, en un contexto rico y heterogéneo de proyectos nacionales. Al contrario, el liberalismo dio cabida tanto a utopías de modelos de Estado de monarquías moderadas, como a aspiraciones de gobiernos republicanos tendentes a una democracia pactada, con un Jefe de Estado que reemplazase la figura del rey. A veces, la diferencias entre unos y otros parecían limitarse a la cualidad hereditaria de las monarquías, característica difícilmente explicable, para algunos, dentro de los cánones y doctrinas del liberalismo moderno. ¿Dónde quedaba la igualdad entre ciudadanos si el rey podía acceder a su poder por derecho divino? Es una pregunta que incluso hoy en día, la sociedad sigue haciéndose. Una no puede menos que recordar la intervención de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Díaz Ayuso, en diciembre de 2020: “No todos somos iguales ante la ley y Juan Carlos no es un ciudadano más”. Sí, ante los acontecimientos recientes en torno a la figura del ex monarca Juan Carlos I, la igualdad entre ciudadanos parece una compleja utopía de aspiraciones de un liberalismo anticuado y obsoleto.
Dos siglos atrás, entre las corrientes liberales, hubo quienes imaginaron un proyecto monárquico donde el poder del rey, antaño absoluto, estuviese controlado por las instituciones propias de los mundos modernos (entiéndase esto conforme a las máximas ilustradas: división de poderes, representatividad…). El rey dejaba así de presentarse como una figura obsoleta para convertirse en un gobernante actualizado a los nuevos contextos políticos, capaz de ejercer su autoridad en compañía de un Congreso y conviviendo, a su vez, con un sistema de elecciones “generales”. Así, los reyes encontraron su nicho dentro de tendencias políticas de lo más diversas.
Entonces, ¿podría hoy en día alguien de izquierdas aceptar la figura monárquica sin sufrir una suerte de dilema existencial con sus otras tendencias políticas? Yo diría que sí. ¿Y podría alguien de corte más conservador desdeñar aquellos argumentos que desde el liberalismo y la democracia convirtieron a las monarquías en instituciones parlamentarias? Pues yo diría que también. La política y, más que esta, las ideologías, son elementos flexibles que van nutriéndose de significados de acuerdo a contextos determinados. De ahí la riqueza conceptual de palabras tales como república o democracia. Querer establecer compartimentos estancos donde conservador refiera únicamente a fascista, y progresista a comunista, es solo sinónimo de intentar tapar con un dedo aquello que caracteriza, por su propia naturaleza, a los lenguajes políticos. Y todo, al final, con fines electoralistas.
Está bien creer en la igualdad de género, en el lenguaje inclusivo, en los derechos igualitarios de las comunidades LGTB y en los servicios públicos del Estado, y a la vez apoyar firmemente un sistema monárquico. Y también lo está el tener tendencias más conservadoras y soñar con alcanzar una república. De eso trata, después de todo, la democracia: de negociación. La banalización de los conceptos está generando, inevitablemente, crispación social, que culmina, casi siempre, en enfrentamientos dialécticos al grito de eslóganes vacíos y peligrosos. La democracia pierde su sentido cuando ambas partes se muestran incapaces de aceptar, siquiera sobre la mesa de negociación, los proyectos contrarios. Y esto no puede sino poner en peligro las bases de una democracia que cumple con una función conciliadora entre tendencias políticas divergentes. Para concluir, solo queda añadir que esto no supone que bajo la bandera democrática se pueda sustentar cualquier ocurrencia que uno desee como proyecto viable de futuro, porque todos podrán tener la libertad de expresar aquello que quieran, pero en el ejercicio de la política democrática el respeto por el derecho de todo ciudadano se establece como pilar fundamental. Así, la defensa de nuestros derechos no puede perjudicar a los de cualquier otro ser humano, ya que eso resultaría, finalmente, en la imposibilidad de una coexistencia democrática justa y plena.
Comments